Aquella tarde mientras escribía, jugaba a
recordarlo, revivía sus palabras y buscaba en ellas la inspiración adecuada
para extraer de mi alma esa dulce ironía que me mantenía alejada de la cruel
batalla diaria de una vida condenada a la monotonía.
Lo imaginaba en la distancia, frente a la
playa con su libreta rebosada de versos, perdido entre pensamientos y frases
buscando el movimiento perfecto para marcar la tinta sobre sus hojas. Sus ojos,
tan profundos como el vacio, fijos sobre el cielo estrellado pidiendo la
presencia de sus musas, inmerso entre sentimientos encontrados, artes desenfrenadas
y recuerdos lejanos, quizá entre ellos aquella temporada en la que solía pensar
solo en mi. Sus manos sobre la pluma, danzando al ritmo de las olas, dejando al
caminar retazos de su alma, mismos que más tarde serian expuestos a un público
amante de sus creaciones. Pero sin duda, lo más hermoso era imaginar sus versos,
esa sinfonía de emociones que con tanta habilidad podía crear entre nubes de
soledad, el caviar de la literatura, el licor que embriagaba hasta las
emociones más duras… la sutileza en el romanticismo, quizá mezclado con su
inteligencia era lo que tanto amaba de él.
Su sola imagen en mi cabeza conquistaba los
terrenos que gobernaban mi razón y me sumergía en un frenesí de sueños que
invocaba la más dulce inspiración contenida en mi alma.
Mi dulce tormento, la fuente de mis
historias, de mis versos… su nombre retumba entre las cuatro paredes que eran
testigos silenciosos de mi pecado personal, mi secreto, el placer de
describirlo y adorarlo, esperando que mi imaginación lograra dibujar un
fantasma que no existía, un ser perfecto que era capaz de llevarme al éxtasis
que este mundo no me proporcionaría jamás! Enloquecía mis sentidos, convirtiéndose en
aquella droga que jamás debí consumir.