sábado, 21 de abril de 2012

Fragmento...


Aquella tarde mientras escribía, jugaba a recordarlo, revivía sus palabras y buscaba en ellas la inspiración adecuada para extraer de mi alma esa dulce ironía que me mantenía alejada de la cruel batalla diaria de una vida condenada a la monotonía.

Lo imaginaba en la distancia, frente a la playa con su libreta rebosada de versos, perdido entre pensamientos y frases buscando el movimiento perfecto para marcar la tinta sobre sus hojas. Sus ojos, tan profundos como el vacio, fijos sobre el cielo estrellado pidiendo la presencia de sus musas, inmerso entre sentimientos encontrados, artes desenfrenadas y recuerdos lejanos, quizá entre ellos aquella temporada en la que solía pensar solo en mi. Sus manos sobre la pluma, danzando al ritmo de las olas, dejando al caminar retazos de su alma, mismos que más tarde serian expuestos a un público amante de sus creaciones. Pero sin duda, lo más hermoso era imaginar sus versos, esa sinfonía de emociones que con tanta habilidad podía crear entre nubes de soledad, el caviar de la literatura, el licor que embriagaba hasta las emociones más duras… la sutileza en el romanticismo, quizá mezclado con su inteligencia era lo que tanto amaba de él.

Su sola imagen en mi cabeza conquistaba los terrenos que gobernaban mi razón y me sumergía en un frenesí de sueños que invocaba la más dulce inspiración contenida en mi alma.
Mi dulce tormento, la fuente de mis historias, de mis versos… su nombre retumba entre las cuatro paredes que eran testigos silenciosos de mi pecado personal, mi secreto, el placer de describirlo y adorarlo, esperando que mi imaginación lograra dibujar un fantasma que no existía, un ser perfecto que era capaz de llevarme al éxtasis que este mundo no me proporcionaría jamás!  Enloquecía mis sentidos, convirtiéndose en aquella droga que jamás debí consumir.

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