sábado, 6 de octubre de 2012

Historias del pasado...



Conocí el amor por primera vez en brazos de aquel escritor, con quien solía pasar algunos fines de semana -en su casa de playa- buscando mi máxima inspiración, sumida en los atardeceres que allí podían apreciarse. Al menos, ese era el pretexto que le dábamos a mi madre, al cual ella cedía deseosa de que yo dominara a la perfección el arte de la escritura.
Al cabo de algunos meses, dejo de cobrarle a mi madre aquellas clases, movido quizás por el remordimiento que le causaba la idea de mantener una relación secreta conmigo. Mi madre, ante tal gesto, solo se limitó a agradecer su cortesía sin emitir juicio alguno. Era inevitable  percibir la atracción entre ambos.  Él, mucho mayor que yo, divorciado y con una vida plena, me había conquistado. Mi madre lo sabía, pero no le importaba ni a ella, ni a mí.  
Ahora se dedicaba tranquilamente a escribir, dar clases privadas de literatura y seguramente a atender alguna que otra relación ocasional meramente sexual. Claro, yo evitaba pensarlo. Una ola de celos me invadía cada vez que él hacía que lo imaginara -quizás no intencionalmente- cuando relataba algunas cosas sobre las horas que no pasaba conmigo.
Pasados unos meses después de conocerlo, le había idealizado a tal grado que comenzaba a sentir algo distinto por él. Me sentía feliz a su lado, su personalidad era sumamente atractiva. Su trato superaba todas mis expectativas y además, tenía una enorme paciencia para sobrellevar aquel ímpetu juvenil desmedido que me invadía por aquellos días.
El mayor de mis placeres era sentirle cerca, rozar con mi espalda su torso mientras él, entregado a sus ejemplos, me explicaba con especial detalle algunas reglas de gramática durante la clase. Mi atención  se centraba totalmente en seducirlo. Al principio era difícil conseguirlo, pero poco a poco iba cediendo a mis ruegos silenciosos, hasta caer completamente en las redes de mi capricho emocional.
Lograba sentirme satisfecha cuando la tonalidad de su voz descendía, convirtiéndose en una pregunta sutil: “¿Te diviertes?”. Mis risas discretas, provocadas por sus palabras, no hacían más que confirmar la sospecha de mis intenciones. Aquellos momentos, le daban motivos suficientes para que sus labios iniciaran el ritual que lo invitaba a acariciar mi cuello. Mientras el roce de sus labios buscaba encontrarse con los míos, sus manos se deslizaban por mis hombros lentamente, hasta llegar a mi escote. Sentirle cerca, significaba volverme hacia él y conducirlo hacia el diván, sin desprender mis labios de los suyos.
Adoraba sentir sus manos, deshaciendo los obstáculos que impedían fusionar el calor de nuestros cuerpos. Él poseía esa magia que lograba desprenderme tanto de mis prendas, como de mis miedos. La mejor de sus técnicas era, sin duda, desnudarme. Para entonces, se había disipado ya cualquier tabú grabado en mi mente temerosa de violar las enseñanzas estrictamente aprendidas en el colegio. Me hacía sentir capaz de poder entregarme a él sin remordimiento alguno. 
Su sonrisa embelesaba mis ojos con dosis de lujuria, mientras sus dedos iban dibujando la  circunferencia de mi ombligo. Recorría mi vientre con destino hacia mi monte de Venus, para después, descender lenta y sigilosamente hacia mi sexo. Me besaba, anunciando que su tacto llegaba a aquel sitio sagrado. Envolvía mis deseos en discretos suspiros, que se convertían en gemidos cada vez más obvios, hasta culminar en un mar de contracciones involuntarias. Perdía  la noción del tiempo entre mares de placer, algo que él denominaba orgasmo.
Apenas me dejaba descansar unos segundos para colocarse después entre mis muslos, fijando sus ojos en los míos. Comenzaba a recorrer lentamente mi abdomen con sus labios, detenía su camino sobre mis pechos, haciendo una escala que le permitía dibujar con su lengua cada curvatura establecida por mi anatomía. Allí permanecía  hasta saciarse por completo. Continuaba su trayecto, para apoderarse plenamente de mis labios. Sentir su lengua dentro de mi boca, sincronizada con el vaivén de su sexo, me invitaba a desearlo con un ímpetu casi incontrolable. Un derroche de placer, que siempre deseaba fuera eterno.
La profundidad de sus ojos, sus besos y sus caricias, se convertían en el aliento que imploraba el sabor de mis ganas. El vaivén de sus caderas marcaba el ritmo de mis contracciones. Me unía a sus movimientos buscando el éxtasis. La sincronía perfecta de nuestros cuerpos convertía nuestras pasiones carnales en gemidos, que iban incrementando de tono hasta transformarse en un grito ardiente de pasión desenfrenada.
Era así como terminaban aquellas tardes. Mi cabeza descansando sobre su torso y mi cuerpo desnudo entre sus brazos, siempre protectores, intentando recuperar el aliento invertido en nuestra fantástica experiencia. Esa era la literatura que aprendía de él, la inspiración perfecta para darle forma a mis desvaríos hasta convertirlos en verdaderas obras de arte. 

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