Mis manos se vuelven tan pequeñas e inútiles,
mis labios cavan una tumba de gritos reprimidos, mis pies son cadenas que me
atan a un solo sitio desde el cual observo cómo una enfermedad tortura y
desgarra un cuerpo desvalido, mi corazón se convierte en refugio de tristeza y
desesperanza. Y me pregunto, ¿Cuál es la verdadera labor? ¿Dónde consigo la
fuerza para seguir siendo más humano? La muerte, el dolor y la enfermedad se
van apoderando poco a poco de lo que resta del espíritu.
Entre el eco dominante de quejas y llantos, observo
mi reflejo en los ojos de las almas frías y calculadoras que rondan con sus
batas blancas por los pasillos del hospital y solo puedo pensar que algún día seré
como ellos, aprenderé a ver la muerte de forma cotidiana, a ignorar el sufrimiento
actuando por protocolo con las herramientas de un sistema que se ha quedado estático
en cuanto al trato al paciente. ¡No puedo y no lo deseo! Pero aun soy muy joven
para comprenderlo sin tener que cuestionarme ¿Donde está el amor que se profesa fuera de
estas paredes?
Ser medico es una difícil decisión. Durante
estos años me he cuestionado varias veces sobre mi elección de carrera, y cada
vez que lo hago, termino concluyendo que lo que me mueve a convertirme en médico
es poder lograr la capacidad para ser el instrumento divino encargado de mejorar
y preservar la creación más bella de este universo, LA VIDA.
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